
Historia de la Filosofia Medieval
Historia de la Filosofia Medieval
Ensayo sobre el libro: The history of philosophy, medieval philosophy – Britannica
Ensayo sobre el libro Historia de la Filosofia – Filosofia Medieval
- La escolástica medieval representó el esfuerzo exitoso por integrar el legado intelectual cristiano y clásico con las nuevas ideas filosóficas introducidas, particularmente el pensamiento de Aristóteles, sentando las bases para el desarrollo posterior del pensamiento cristiano y otros campos.
Introducción
¿Pueden imaginar un mundo sin internet? En la actualidad nos resulta casi imposible concebir nuestra vida diaria sin la red. Sin embargo, hace apenas unos siglos la situación era muy distinta. La gente se comunicaba mediante cartas que tardaban semanas en llegar a su destino, y el acceso al conocimiento estaba restringido a un selecto grupo de eruditos. Fue en este contexto cuando surgió un movimiento filosófico que transformaría el panorama intelectual de la época: la escolástica medieval.
A medida que las naciones europeas emergían de la caída del Imperio Romano, la Iglesia Católica se erigió como el principal sostén de la cultura y la educación. Los monasterios se convirtieron en centros de estudio donde monjes como al-Ándalus tradujeron obras filosóficas del griego y el árabe al latín. De esta forma, Europa tuvo acceso por primera vez a autores como Aristóteles, desatando un torrente de nuevas ideas que chocaron con la visión teológica predominante. Fue en este contexto de cambios cuando surgió un movimiento que intentó sintetizar el rico legado intelectual cristiano con las corrientes filosóficas recién llegadas: la escolástica.
Para comprender mejor esta época tormentosa, pensemos en cómo la aparición del Internet alteró profundamente nuestra forma de relacionarnos. Del mismo modo, la escolástica buscó armonizar dos lenguajes –el de la fe y el de la razón– que hasta entonces habían discurrido por caminos separados. Este empeño dio lugar a agudas disputas donde destacaron figuras como Santo Tomás de Aquino, que supieron hilar con maestría conceptos aparentemente contradictorios. Su éxito al sentar las bases para la compatibilidad entre la teología y otras disciplinas marcó el inicio de la Edad Media tardía, cuando la ciencia por fin salió de las sombras.
Un dato curioso que ilustra la revolución intelectual acaecida es que, mientras en la Europa del siglo XII apenas había una docena de universidades, para 1300 su número se había multiplicado por seis. Esta proliferación refleja el auge del método escolástico, cuyo legado perdura en nuestros días a través de valores como el espíritu crítico y el diálogo entre tradiciones.
Los desafíos iniciales de la escolástica
En sus inicios, la escolástica debió enfrentar una abrumadora cantidad de conocimiento heredado de las eras clásica y patrística que requería ser sistematizado y transmitido a las nuevas generaciones. Tras el colapso del Imperio Romano, la cultura occidental se encontraba dispersa, preservada de forma fragmentada en las bibliotecas de los monasterios europeos.
Los monjes, quienes asumieron el rol de guardianes de la tradición, se abocaron arduamente a la tarea de compilar y copiar incansablemente los manuscritos que conformaban la herencia intelectual del pasado. Sin embargo, la magnitud de dicho legado resultaba apabullante incluso para las capaces mentes monásticas. Al mismo tiempo, la aparición de nuevas corrientes de pensamiento procedentes del mundo árabe representaba un reto mayúsculo para la cristiandad.
En aquel contexto de tribulaciones, algún ciudadano común bien podría haberse sentido desbordado por la avalancha de saberes que amenazaba con aniquilar toda certidumbre. No obstante, surgieron figuras como Alberto Magno que, movidos por un espíritu inquisitivo innato, dedicaron sus vidas a la ingente tarea de cartografiar el universo de concepciones heredado.
Uno de los aportes cruciales de Alberto radicó en su convicción de estudiar la naturaleza a través de la observación directa, más allá de la mera recapitulación de textos. Gracias a ello, sentó las bases para que disciplinas como la botánica, la zoología y otras ciencias naturales encontrarán cabida en el seno del cristianismo. Sin embargo, la recuperación del legado filosófico antiguo presentaba otra dificultad: cómo integrar los descubrimientos aristotélicos sobre el cosmos físico con las verdades reveladas de la fe?
El pensamiento Aristotélico representó un desafío para la escolástica.
Tras siglos de letargo, la filosofía de Aristóteles emergió de pronto al ser traducidos sus tratados del griego y el árabe al latín. Si bien el estudio de la lógica ya era habitual en las universidades, gracias a los escritos de Boecio, ahora la escolástica se hallaba ante una obra magistral que abarcaba todos los campos del saber.
Para muchos pensadores, el ímpetu empirista y racional de este nuevo corpus chocaba frontalmente con las verdades reveladas de la fe. Instituciones como la Universidad de París prohibieron incluso el estudio de obras como la Física de Aristóteles. Sin embargo, para mentes inquisitivas como Alberto Magno, el Estagirita poseía llaves capaces de revelar los secretos del cosmos.
Alberto se abocó, pues, a la colosal tarea de descifrar los silogismos del griego a la luz del latín. Tal resultaba la dificultad de la empresa que, en un arranque de pasión, solía expresar lo siguiente: “¡Ay, si al menos supiera griego! Así podría beber directamente en la fuente de la sabiduría”.
No conforme con traducir, Alberto osó articular el pensamiento aristotélico con la teología cristiana. Para él, la observación detenida de la naturaleza constituía una vía legítima de acercamiento a lo divino. De igual modo, concebía a la filosofía como un vehículo capaz de allanar las verdades insondables de la fe.
Sin embargo, acoger el bagaje intelectual del Estagirita entrañaba dificultades, como reconoció el propio Alberto. Tras leer los escritos sobre el cosmos físico, se encontró perplejo ante concepciones como la eternidad del universo, contrapuesta a la doctrina de la creación.
Años más tarde, otro genio como Santo Tomás se apropió de la estela albertina para sentar las bases de una síntesis fecunda entre la tradición aristotélica y la revelación. Su impronta perduraría por siglos, aunque no siempre sus avances filosóficos contaron con el beneplácito eclesiástico.
La madurez de la alta escolástica.
Liderada por mentes brillantes como Santo Tomás de Aquino, la escolástica alcanzó su época dorada. Don Tomás, un monje dominico apasionado por Aristóteles, emprendió nada menos que la titánica tarea de armonizar la teología cristiana con la filosofía del Estagirita.
En su célebre obra Summa Theologiae, el santo diseccionó minuciosamente cada aspecto del dogma cristiano. Sus escritos asombraron al mundo por su nitidez conceptual y su sistema filosófico perfectamente sustentado. Sin embargo, el camino no fue fácil para el fray encarnado en santo.
Como bien dijera en cierta ocasión Tomás de Aquino,: “¡Si al menos supiera griego!” Comprender la lengua de Platón y Aristóteles resultaba toda una proeza. Y más allá del idioma, surgían controversias como la eternidad del universo o la existencia de Dios.
No obstante, la aguda mente de Aquino descifró con maestría cada nudo gordiano. Conceptos como la distinción entre esencia y existencia, la creación del mundo a partir de la nada o el alma racional del ser humano cobraron sólida cimentación.
Otros genios como Alberto Magno o Buenaventura de Fidanza forjaron asimismo aportes perdurables. Sin embargo, el sello de Aquino impregnó para siempre a la escolástica, cuyo replanteamiento del aristotelismo edificó los cimientos del pensar europeo.
Pasado el cenit tomasiano, la filosofía adquirió mayor autonomía de la mano de pensadores disidentes. Entre ellos destacan el agudo Juan Duns Escoto, quién matizó las tesis tomistas sobre la simplicidad divina. Y por otro lado, el alemán Guillermo de Ockham aportó nuevas lecturas sobre el nominalismo.
Esta eclosión de ideas enriqueció notablemente el debate filosófico. No obstante, también anunció el ocaso paulatino de un método que, tras cinco siglos en constante elaboración, agotó progresivamente su poder de renovación.

Conclusión
A lo largo de los siglos, la escolástica forjó un pensamiento rico y profundo. Figuras como Alberto Magno y santo Tomás de Aquino develaron maravillas filosóficas cuya estirpe perdura hoy.
El legado de estos sabios permea nuestra cultura de incontables maneras. Al exponer las verdades de la fe con una dialéctica apasionada, lograron acercar la teología a quienes anhelan comprender el misterio divino con su mente.
Asimismo, resaltaron el valor de indagar el cosmos a través de la experiencia y el raciocinio. De este modo, allanaron el sendero de la ciencia moderna y nos invitan a admirar la obra creadora del Creador.
Aun así, toda filosofía posee fecha de caducidad. Por ello, la escolástica languideció al agotar su dinamismo renovador. Empero, sus robustas raíces nutren aún el suelo fértil donde germina nuestro camino.
Sin duda, el debate entre fe y razón no cesa de evolucionar. En cada época surgirán interrogantes nuevos sobre Dios, el alma y el devenir del universo. No obstante, la semilla plantada por los grandes maestros ofrece frutos siempre sazonados.
Así, aunque el método escolástico haya culminado, la búsqueda del equilibrio entre la revelación y el entendimiento perdura hoy plenamente vigente. Pues el intento de apacentar mente y espíritu constituye un latido eterno del corazón humano.
De modo que, con optimismo, podemos afirmar que el legado de la escolástica continuará nutriendo el quehacer filosófico mientras subsistan en el hombre la curiosidad por lo trascendente y la necesidad de armonizar razón y fe.
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